
Iván Carabaño Aguado / Profesor asociado de Pediatría. Universidad Complutense
de Madrid
Tras los últimos coletazos de la primera ola de la pandemia Covid, se generalizó un lema que, con la perspectiva del tiempo, podemos considerar demasiado optimista. Decíamos, yo el primero, que íbamos a salir más fuertes. Que la enseñanza iba a calar. Que íbamos a saber proteger a los más vulnerables, y también a nosotros mismos. Que, cuando los más pequeños de la casa tuvieran un proceso febril, no irían a clase; y que, en caso de hacerlo por razones de fuerza mayor, visitarían las aulas protegidos por una mascarilla.
Pero, como decía el poeta Jaime Gil de Biedma, el tiempo ha pasado y la verdad desagradable asoma. La verdad es que –llámenme derrotista si quieren- no hemos aprendido mucho. Al menos en la cuestión de las mascarillas. En los últimos días de guardia asisto a una procesión de pacientes y acompañantes que, en su mayoría, padecen síntomas catarrales y van a cara descubierta, estornudo va, tos viene. Ídem en el metro: el otro día monté para visitar el centro de Madrid y el concierto mucoso era llamativo, y se podía tanto escuchar como ver.
No está de más, por tanto, recordar la conveniencia de su uso, porque aprender es recordar. Estos días está arreciando la epidemia de la gripe, y no está de más sacar a colación la importancia de las medidas preventivas para reducir la cadena de contagio. Por ejemplo: la importancia del lavado de manos, toser/estornudar poniendo el codo como barrera, la importancia de que la población vulnerable se vacune a tiempo y utilizar la mascarilla para no diseminar el proceso. Además, ya saben que los antibióticos no resultan de utilidad para reducir la duración de un proceso gripal, y que -salvo excepciones- el tratamiento de la gripe es meramente sintomático. Recuerden aquello de paracetamol y agua: pues eso. No se frustren si en Urgencias no les recetamos medicamentos para la tos, ni para los mocos, ni para los estornudos, ni para la congestión nasal. Su eficacia es mucho más que discreta y, no sólo no están indicados, sino que son mayoritariamente contraproducentes. Como soy profe y sé que es largo el olvido, pues eso. Por si acaso, les refresco la memoria.
No piensen ustedes que he comenzado el año gruñón, ni mucho menos. Lo he comenzado bastante contento por una cosa relacionada con las infecciones respiratorias infantiles: desde que se ha iniciado la inmunización con nirsevimab (una molécula que se lo pone difícil a un virus llamado “virus respiratorio sincitial”, VRS para los amigos), vemos cada vez menos casos graves de bronquiolitis.
La bronquiolitis nos traía de cabeza a los pediatras desde tiempos inmemoriales, porque todo lo que probábamos para sanarla era frustrante: ni la adrenalina nebulizada, ni por supuesto el salbutamol, para qué hablarles de los corticoides. O el suero salino hipertónico, que debía derivar en un escozor en las diminutas narices que los pobres bebés no nos sabían expresar. Lo único eficaz era ingresarles con soporte respiratorio. Y eso hacíamos, y seguimos haciendo, pero cada vez menos: gafas nasales en los casos más leves; oxígeno en alto flujo, o insuflado a presión, para los casos más graves. Y la intubación como último recurso. Que los lactantes más pequeños que nacen en diciembre no pasen por estos duros trances es una noticia superlativa, ¿verdad?