Nuestra respuesta a la pandemia es un desastre. Tampoco Europa y las Américas han sido un ejemplo, pero a mal de muchos, catástrofe global. O casi, por que no todas las naciones se han dejado la salud y los dineros en el empeño.
Déjenme un minuto para contarles una historia…
En 2003, un coronavirus (otro) provocó una epidemia que afectó principalmente al Extremo Oriente. Era el SARS (Síndrome Respiratorio Agudo Severo, en español). Diez años después, un primo de éste ocasionó una nueva epidemia en Arabia Saudí.
Entre ambas “solo” nos dejaron unos centenares de muertos y unos miles de casos. En Europa, todo esto nos pareció muy lejano. Como si los virus no pudieran subirse en un avión.
Pero la familia de los coronavirus estaba llamando a la puerta de casa. Era cuestión de tiempo que un nuevo miembro de tan patógena estirpe nos amargara la fiesta y cuando apareció en el zaguán nadie estaba preparado para dar un portazo con rapidez.
Nadie, salvo aquellos que en 2003 habían padecido el SARS, países como Japón, Corea del Sur, Taiwan, Australia o Nueva Zelanda. Todos ellos habían aprendido la lección y tenían alguna idea de cómo afrontar el problema.
En febrero la pandemia se coló por la puerta principal. El gobierno decretó un confinamiento masivo a la desesperada y luego desapareció para dejarles el protagonismo a las comunidades autónomas.
Y cada una hizo lo que le pareció, como si entre Madrid y Sevilla, por poner un ejemplo, hubiera un muro insalvable. Pero solo hay 150 minutos de AVE y lo que haga mal Andalucía repercutirá en Madrid y viceversa.
Una vez superado el mazazo de marzo y vistos los estragos económicos del confinamiento, la estrategia Europea, en la que los gobiernos autonómicos pecaron, fue desescalar con rapidez y confiar en que la vacuna llegaría pronto y masivamente (hoy suena a chiste).
A salvar la economía se ha dicho. El virus estaba vencido (ustedes lo oyeron como yo en boca de un alto dirigente español).
Mayo fue el mes de las flores y de las prisas. No se hicieron los deberes para robustecer la Salud Pública, que es la única que tiene capacidad de prevención efectiva, ya que la clave del éxito de todos esos lejanos países de Asia y Oceanía es evitar tener casos, no tratar muchos pacientes.
Pero no fue así. Madrid debutó, la primera, con un nuevo brote en verano, luego las demás autonomías, una a una, la siguieron en otoño con mejor o peor fortuna. Se controló el brote y nueva relajación en noviembre.
Estaba cantado: las fiestas navideñas nos han costado una descomunal pira de sacrificios humanos. Ha habido días en que el balance de muertos era como si dos Airbus grandes se hubieran estrellado. Un día tras otro.
La clave del éxito en Oriente ha sido la rapidez y la contundencia. Al primer caso (un caso, no doscientos), confinamientos locales de unos pocos días seguidos de test masivos, con cierres efectivos de fronteras.
La clave de nuestro fracaso fue pensar que era posible “convivir con el virus”, pero resulta que el virus siempre vuelve a brotar en cuanto aflojamos la presión.
El resultado final es que ni la economía se recupera ni se acaba la pandemia.
Basta echar una ojeada a los indicadores de Corea del Sur, Singapur, Australia o Nueva Zelanda: mantienen la pandemia controlada, con un insignificante número de muertes y aunque la economía ha sufrido, es inevitable, el daño ha sido menor que en Europa. Pero todas esas naciones viven ya en una razonable normalidad.
Un nuevo problema son las variantes del virus, una consecuencia inevitable de la enorme extensión de la pandemia a nivel global. Las nuevas variantes son capaces de burlar la inmunidad adquirida y ponen en duda la eficacia de las vacunas. Adiós a la inmunidad de rebaño.
Con los datos que hay sobre la mesa, estamos abocados a prolongar esta situación por un tiempo indeterminado y sufriendo nuevas olas, aunque serán cada vez de menor gravedad.
Por muy cansados que estemos, esto no ha terminado. Y sería bueno aprender de los errores, mientras estemos a tiempo.
Entre 70.000 y 80.000 personas han muerto por COVID. Cientos de miles arrastran secuelas de diversa gravedad. Son personas, no números. Como médico epidemiólogo, soy incapaz de pensar en otra cosa.