Luis Andrés Domingo Puertas / Historiador y arqueólogo.

En la ladera del Monte Abantos, en las estribaciones de la Sierra de Guadarrama y muy cerca de la villa de El Escorial, se erige uno de los monumentos más emblemáticos y grandiosos de la segunda mitad del siglo XVI, símbolo del poderío universal de la monarquía hispana, encarnada en la figura del rey Felipe II. Su construcción se inició el 23 de abril de 1563 y la elección del emplazamiento estuvo estrechamente vinculada al establecimiento definitivo de la Corte en la Villa de Madrid en 1561.

Son bien conocidas las motivaciones que llevaron al monarca, en el cenit de su poder, a proyectar y construir esta portentosa obra. Por un lado, la conmemoración de la victoria de San Quintín sobre los franceses, y por otro, la de reunir en un solo Panteón los restos de los antepasados y futuros descendientes de la dinastía de los Austrias. Pero además, se pretendió erigir un centro de estudios ajustado a los cánones del Concilio de Trento, así como disponer de un palacio destinado al descanso de la familia real.

Izq.: Sala de batallas. Dcha.: Basílica con el retablo mayor.

Para su construcción se empleó la piedra granítica del entorno y resulta difícil, hoy en día, imaginar el paisaje de la Sierra de Guadarrama sin la presencia dominante y perfectamente integrada del complejo monástico de San Lorenzo del Escorial. Si se tuviese que calificar la obra en su conjunto, podría hablarse de austera grandiosidad y es que, no en vano, la sobriedad, sumada a las influencias arquitectónicas europeas del momento y a los referentes de la arquitectura clásica, como Vitruvio, inspiran la idea de un Felipe II que quiso trasponer los principios de Trento al monumento que simboliza su reinado y evidenciar el indisoluble vínculo entre Monarquía y Religión.

Los encargados de dar forma a estas motivaciones y conceptos fueron, sucesivamente, dos de los arquitectos más importantes de la época: Juan Bautista de Toledo, encargado de la traza original del proyecto, que sería sucedido, tras su muerte en 1567, por su ayudante, Juan de Herrera, encargado de continuar y culminar las obras.
Pese a su monumentalidad y a la complejidad de su diseño, se advierte en el resultado la impronta de los lugares que influyeron en la vida del rey, la planta rectangular con las cuatro torres en las esquinas, tradicional de la arquitectura militar castellana, los modelos clasicistas de sello italiano en el diseño de la basílica y en las portadas de piedra, o las cubiertas de pizarra que remiten a una influencia de los Países Bajos.

Escalera y biblioteca del monasterio. (Fotos: ©Patrimonio Nacional)

El 13 de septiembre de 1584 se daba por concluida la construcción del Monasterio, pero no sería hasta el 30 de agosto de 1595, cuando se procedería a la consagración de la Basílica. A la muerte de Felipe II, acaecida el 13 de septiembre de 1598, sus restos mortales fueron enterrados en el complejo junto a los de su última esposa Ana de Austria y a los de su padre Carlos I.
La construcción del conocido Panteón

de Reyes fue posterior y se inició ya durante el reinado de Felipe III, estando a cargo del proyecto Juan de Herrera. Se diseñó una cripta de planta circular en origen, aunque años más tarde el arquitecto Crescenci la transformó en un octógono. El desarrollo de su construcción no fue continuo, ya que sufrió una paralización a la muerte del rey en 1621, no retomándose los trabajos hasta 1645, cuya finalización se alcanzó en el año 1654. El Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial es el exponente arquitectónico más sobresaliente y logrado del siglo XVI español, una obra que maravilló a sus contemporáneos y que hoy sigue sobrecogiendo a quienes la visitan.

La grandiosidad berroqueña del complejo escurialense se funde con la Sierra para dar testimonio de un tiempo en el que, en los dominios hispanos, no se ponía el sol.