Luis Andrés Domingo Puertas. Historiador y arqueólogo

Uno de los procesos de aculturación más interesantes y sobre los que más cuestiones quedan por resolver todavía sigue siendo el de la romanización de la Península Ibérica. Desde los primeros momentos de la presencia del poder de Roma en la Península a finales del s. III a.C., pasando por el prolongado periodo de conquista, se fueron desarrollando, gradual y progresivamente, los fenómenos que terminaron por asimilar culturalmente, en mayor o menor grado, a todos los pueblos prerromanos que habitaban las tierras hispanas.

Fueron muchos los cambios que la presencia del poder romano trajo consigo en todos los ámbitos y, entre ellos, la generalización de infraestructuras de todo tipo tuvo un papel destacado y, prueba de ello, es que muchos vestigios de estas, mejor o peor conservados, han llegado hasta nuestros días desafiando el paso del tiempo. Por referirnos sólo a las comunicaciones, la red de calzadas principales y la maraña de vías secundarias que unían distintos puntos de la vasta geografía hispana, constituyen un importante legado sobre el que, incluso hoy en día, descansa buena parte del tejido viario peninsular. Siguiendo, en muchos casos, vías de comunicación usadas desde la Prehistoria, las calzadas romanas unían los principales puntos neurálgicos del poder provincial en Hispania y, en último término, de todos los puntos del Imperio.

Además, estas infraestructuras, junto con otras de diversa índole, no solo tenían un propósito utilitario, sino que formaban parte de la sofisticada propaganda imperial, expresando el poderío político, administrativo, económico y militar de Roma en todos sus territorios. Este programa viario, desarrollado a lo largo de varios siglos, se complementaba incluso con la existencia de guías de los principales recorridos, entre las que destaca el Itinerario de Antonino, un documento del siglo III d.C., compuesto en tiempo del emperador Caracalla, en el que aparecen registradas las rutas más importantes del Imperio con sus mansiones y las distancias en millas romanas que entre ellas había.

El actual territorio de la Comunidad de Madrid cuenta con algunos ejemplos destacados de esta red de carreteras romanas. Uno de los más interesantes se encuentra en el municipio de Galapagar y puede disfrutarse en la actualidad como parte de la Red de Yacimientos Visitables de la Comunidad de Madrid. Coincidiendo con la vía pecuaria conocida como Cordel de Suertes Nuevas, que transcurre junto a la carretera de Galapagar a Collado-Villalba, se ha podido estudiar y poner en valor un tramo de calzada de 200 metros de longitud que ha sido identificado como parte de la Vía XXIV del Itinerario de Antonino que unía las ciudades de Emerita Augusta y Caesaraugusta, pasando por otros importantes enclaves urbanos y cruzando las estribaciones del Sistema Central por el Puerto de la Fuenfría. Esta ruta recorría el término de Galapagar desde el Puente del Herreño hasta el Puente del Toril, cruzando después el actual casco urbano de la localidad.

La técnica constructiva de esta calzada es similar a la empleada en otras partes del Imperio, pero en este caso resulta lógico el uso de grandes lajas de granito de la Sierra directamente dispuestas sobre el terreno geológico. Con una anchura aproximada de ocho metros, dispone, en algunas partes, de márgenes a modo de bordillos que delimitan el recorrido. Los tramos empedrados se ponen de manifiesto sobre todo en las zonas proclives a encharcamientos, donde el pavimento era más necesario para el paso de carros y ganados.

Izq.: una vista de la calzada. Dcha.: miliario romano. (Fotos: Ayuntamiento de Galapagar)

Relacionado con el paso de esta calzada, en el año 1975, fue localizado muy cerca de la Plaza del Ayuntamiento de Galapagar un miliario de época del emperador Caracalla (213-217 d.C.) que, a pesar de su estado de conservación fragmentario, ha permitido recomponer parte de una inscripción en la que se identifican el nombre y los títulos de dicho emperador.

La Calzada de Galapagar es, en suma, una importante huella del periodo en que los actuales territorios madrileños formaban parte del único Imperio que, gracias a sus infraestructuras viarias, puso en conexión territorios muy distantes en torno al Mar Mediterráneo y con el denominador común de una ciudad, Roma, que consiguió extender una lengua y una cultura en las que hoy todavía nos reconocemos.